domingo, 23 de marzo de 2008

Antonio Canova: Eros y Psique

1. Naturaleza

En la ilustración que comentamos se reproduce la escultura titulada Eros y Psique del escultor veneciano Antonio Canova, representante del neoclasicismo italiano. El modelo fue comenzado en 1787 y terminado en 1793. Su origen estuvo en el encargo del coronel inglés John Campbell (Lord Lawdor) para el palacio de F. Berio en Nápoles, pero acabó siendo adquirida por el marchante y coleccionista holandés Henry Hoppe en 1800; en 1801 estaba en manos del mariscal francés Joaquín Murat, que la hizo transportar hasta su castillo, donde se dice que fue admirada por el propio Napoleón. Se trata de una escultura exenta, más bien un grupo escultórico hecho en mármol blanco, con una técnica de acabado fino y pálido; sus dimensiones son 1'55 por 1'68 m. y se encuentra depositada actualmente en el Museo del Louvre, París.

2. Análisis formal

Contenido o temática

Es un tema mítico. Representa a Eros y Psique tal como los describe el escritor latino Apuleyo, en el “Asno de Oro”. Psique (o Psiquis, que en griego significa alma) era una princesa e hija del rey de Asia, la menor de tres bellas hermanas, aunque la belleza de Psique sobresalía del resto de cualquier ser mortal. Cuando se desarrolló físicamente como mujer, era tan hermosa que se la comparaba con Afrodita (Venus), a tal punto que la gente prefería tributar sus honores a la princesa que a la diosa del amor. Afrodita, siempre severa en los castigos para quien ponga en peligro su liderazgo sobre la belleza, se encolerizó y le ordenó a su hijo Eros que en forma de un monstruo horrible terminara con Psique.

Las hermanas de Psique se habían casado jóvenes, pero Psique, extrañamente, no lograba conseguir siquiera un pretendiente. Los hombres la veían tan hermosa que la admiraban como a una obra de arte, como a una mujer inalcanzable. Irónicamente su belleza los ahuyentaba. Preocupado por la situación su padre fue a consultar al Oráculo y Apolo, aunque griego, le dio la respuesta en lengua latina: “...En una alta roca del monte deja a la doncella, pomposamente preparada para un tálamo de muerte; y no esperes descendencia salida de estirpe mortal, sino de un cruel, fiero y viperino monstruo; y éste, volando con sus plumas por el éter, todo lo inquieta y con fuego y hierro cada cosa abate, al que teme el mismo Júpiter, con el que se espantan las divinidades; del que se horrorizan las aguas de la tenebrosa Estigia...”.

El rey no tuvo otra alternativa que cumplir con la voluntad de los dioses y entre llantos y lamentos llevó a Psique al monte. Pero cuando la joven esperaba la aparición del monstruo que el destino le tenía reservado como esposo, un dulce Céfiro (viento del Oeste y uno de los más fieles mensajeros de los dioses) la transportó hasta un valle donde quedó dormida. Al despertar se encontró ante un palacio encantado en el que se fue adentrando, guiada por voces incorpóreas, para no descubrir sino belleza y opulencia. Sirvientes invisibles acompañaron a Psique y se encargaron de cumplir con todos sus caprichos.

Al llegar la noche, Psique notó cerca de ella la presencia del marido que le había anunciado el oráculo. Psique no podía verlo, pero no parecía tan monstruoso como temía, no percibía deformidades en él, sino todo lo contrario: formas perfectamente proporcionadas y se entregó a él. Con las primeras luces del día, su esposo desapareció... Gozaron así de varias noches y antes de que la luz del día lo sorprendiera el supuesto monstruo se alejaba. Psique esperaba ansiosa la oscuridad aunque tenía la comprensible curiosidad de conocer estéticamente a su esposo.

El tiempo pasaba y Psique vivía dichosa en aquel palacio, pero echaba de menos a su familia. Pidió por tanto a su esposo que le permitiera ver a sus hermanas. Este terminó aceptándolo, haciéndole prometer que nunca intentaría verle el rostro. Todos repararon en que el aspecto de la joven era aún más radiante que antes de su partida. Sus hermanas, tal vez por envidia, intentaron convencerla de que viera el rostro de su esposo y le obsequiaron una lámpara. Nuevamente en el palacio dorado Psique intentó, infructuosamente, persuadir a su esposo de que revelara su apariencia. Para describir la respuesta ante tanta insistencia cito al hombre más indicado, Lucio Apuleyo, el enorme filósofo, traductor y comentador de Platón, que en su obra “La Metamorfosis” escribió: “... Entonces el marido nocturno advierte de nuevo a Psique: El último día, el momento decisivo, el sexo y la sangre enemigos, ya ha tomado las armas y se alza en campamento, se pone el ejército en línea de combate y ha sonado la trompeta. Ya se acercan tus perversas hermanas con la espada desnuda, buscando tu garganta. ¡Ay!, cuántas calamidades nos amenazan. ¡Oh dulcísima Psique!. Compadécete de ti, y salva a este infante nuestro del infortunio de la inminente ruina. No veas ni escuches a esas criminales mujeres, a las que, después del odio mortal que te tienen y luego de haber pisoteado los lazos de la sangre, no es lícito que llames hermanas, cuando, a modo de las sirenas subiéndose a la roca, retumbarán las rocas con sus acentos funestos...”

A pesar de las advertencias de su esposo, la curiosidad de Psique invadió por completo su mente y una noche encendió la lámpara que sus hermanas le habían obsequiado. Dirigió la luz hacia su esposo y contempló el cuerpo y el rostro hermoso del dios del amor. Nerviosa y aturdida ante la inesperada visión no pudo evitar que cayera de su lámpara una gota de aceite hirviendo que se estrelló en la cara de Eros, quién se despertó sobresaltado y desapareció en dirección a los espacios etéreos; incapaz de castigarla directamente, la condena a su ausencia.

Psique se encontró nuevamente en la roca donde sus padres la habían dejado. Los jardines y el palacio dorado habían desaparecido. Psique, triste y desconsolada, iniciará entonces un largo peregrinar por el mundo en busca de su esposo; Eros se encontraba recluido en el palacio de su madre, pero protegía invisiblemente a su amada, pero tuvo que revelar a su madre Afrodita y el origen de la quemadura. La diosa se lanzó inmediatamente tras los pasos de Psique para vengarse. Después de apoderarse de ella, la hizo azotar y le impuso tres pruebas, aparentemente imposibles de realizar, que después de muchas calamidades Psique logró finalmente llevar a término. De los Infiernos, donde la había conducido su última prueba, Psique trajo consigo un cántaro que debía dar a Afrodita por encargo de Proserpina -la diosa del Infierno, mujer de Plutón-, con la prohibición de abrirlo. Pero la curiosidad de la joven hizo que lo abriera. Este cántaro contenía la belleza y al abrirlo una nube la envolvió y cayó en un sueño profundo y mortal.

La afortunada princesa siempre contó entonces con la ayuda anónima de Eros, que comprendió la fatal curiosidad de su esposa y voló al Olimpo para rogarle a Zeus que le permitiese vivir con ella. Luego de comprobar el inmenso amor que existía entre la errónea “bella y bestia”, Zeus tuvo piedad de Psique. No sólo la perdonó, sino que le hizo beber néctar y comer ambrosia en presencia de todos los dioses, convirtiéndola en inmortal y en el mismo Olimpo se celebraron las bodas sagradas de Psique y Eros; se unieron para siempre el amor y el alma. Dicen, que Psique sólo fue feliz mientras se abstuvo de profundizar, llevada por una curiosidad inquieta, en las causas y la naturaleza de su felicidad, pues el conocimiento es fuente de dolor...

Simbología

El mito de Eros y Psique es de los más hondos de la mitología greco-romana, porque se entiende como una imagen de la profundización en el sentimiento del amor, que comienza como algo viciado, pero que después de severas pruebas impuestas al alma, alcanza su plena sublimación. Para amar a una persona por completo (el día y la noche) tiene que existir un equilibrio entre la atracción física y la atracción espiritual, aunque sea la mente quien elabora nuestros valores estéticos. Según Platón el amor es una forma de elevación, de purificación del alma. Considera al amor físico como el primer momento, pero el momento trascendente sería cuando se llega a la contemplación espiritual, cuando los amantes logran fusionar sus almas de una manera intelectual. La elevación del alma nos lleva al amor eterno, al amor platónico. Para los neoplatónicos es en realidad un símbolo de la iniciación mística en el camino al encuentro del amor. Por tanto, la obra en su conjunto debe entenderse como la representación más completa y profunda de ese sublime sentimiento. Nada falta por tanto en esta representación del Amor (Eros): está su atractivo carnal, su pasión inminente, su ternura enamorada, su emoción contenida. Todo está aquí, la sensualidad de la carne y la redención del espíritu, a través tanto de su belleza formal, como de la hondura psicológica de la escultura.

La obra de Canova representa el momento en el que la pasión de Eros está a punto de llegar a la boca de Psique, la cual se empieza a despertar. El autor plasmó el momento en que lo divino y lo humano están a punto de unirse en un beso. La elección de una acción no consumada atrapa al observador y lo hace participar de la tensión que precede al beso. El escultor trasciende así la captación anecdótica del instante para convertir su obra en una imagen universal del amor con toda la carga de incertidumbre que conlleva su culminación.

En su momento la obra despertó duras críticas y vehementes entusiasmos. Como señalamos al principio, fue robada por Murat, uno de los hombres de confianza de Napoleón; al contemplarla, el emperador quedó tan admirado que se convirtió en mecenas del artista. Años después, Flaubert escribió sobre ella: "Bese la axila de la mujer... y el pie, la cabeza, el perfil... que me perdonen, pero fue mi primer beso sensual en mucho tiempo. Hubo algo más: besé a la belleza en persona".

Composición y aspectos formales

Entre las muchas y extraordinarias obras de Canova, Eros y Psique resulta una de las de mayor complejidad compositiva y de las más sorprendentes tanto desde el punto de vista formal como de la emoción que es capaz de suscitar. La obra en sí misma no puede considerarse un paradigma del Neoclasicismo pleno, más bien se notan aún en su autoría elementos de la tradición anterior, rococó en su concepción sensual, y barroco por lo que se refiere a su compleja composición y su sentido del movimiento. Para la composición Canova se inspiró en una pintura de Herculano con Fauno y una bacante. Este hecho ilustra adecuadamente, como otras obras suyas de este período, su vinculación teórica con las ideas de Winckelmann, no sólo en cuanto a la imitación analógica de las estatuas griegas, a las que como señalaba el erudito alemán había que imitarlas para alcanzar a ser inimitables, sino también con relación al método de realización, abocetando fogosamente y realizando con flema, procedimiento seguido ejemplarmente por Canova.

En efecto, en ella se combinan elementos de disposición centrífuga con otros centrípetos, contradicción que por sí misma ya enriquece extraordinariamente su concepción del movimiento. A pesar del rigor clasicista de los cuerpos y los rostros de los protagonistas, el planteamiento compositivo resulta notablemente expresivo. Así, Eros se inclina para besar a Psique mientras ella se incorpora sobre la cadera derecha y levanta el rostro hacia el de su amado para envolverlo con sus brazos por el cuello. Ciertamente, las alas de Eros, sus piernas abiertas y las de Psique extendidas, actúan como líneas de fuga que abren parcialmente la composición; de esta forma, las líneas convergentes de las alas y las piernas del dios forman un aspa (una x) que concentra aún mas la visión en ese centro. El cuerpo de la joven es una prolongación de esta estructura, los brazos y las piernas, forman parte de una diagonal prolongada.

Aunque en realidad su efecto también contribuye a la sensación de movimiento envolvente hacia el centro de la obra, donde se concentra precisamente toda la tensión emocional de la pareja. En este sentido el juego de los brazos resulta magistral al ser ellos los que en un entrelazo centrípeto rodean sobre sí mismos ambos cuerpos y ambas cabezas. El centro del aspa (la X), hacia donde la vista del observador, es hábilmente dirigida; se corresponde con los labios de los protagonistas, a punto de encontrarse. De esta forma, la exquisita colocación de los brazos acentúa la pasión y el erotismo de la escena: Eros rodea con el brazo izquierdo el cuerpo de ella y su mano reposa sobre el pecho; el brazo derecho acoge con ternura la cabeza de su amada; Psique envuelve la cabeza del dios con los brazos formando un círculo, excepcional encuadre de la acción central, el beso inminente. A ello se añade el ingrediente de interrelación gestual, porque las miradas contenidas de ambos amantes y el beso inevitable que preludia el éxtasis amoroso, contribuye decididamente a concentrar en este punto central toda la composición. Este recurso compositivo consigue centrar la atención en este gesto de acercamiento de los rostros, mientras que las posturas de las manos remarcan el carácter apasionado y erótico de la escena. Los dos cuerpos, fijados por voluntad del artista en el momento en que la pasión está a punto de llegar al instante del contacto, son una refinada representación del amor en toda su dimensión de ternura y de deseo carnal. Este movimiento centrípeto origina un gran contraste entre el material y el vacío, entre la luz y la sombra. Se convierte al mármol en el material ideal para representar el calor de los cuerpos, la vitalidad y el sentimiento, algo que parece alejado de un material en apariencia frío y alejado de la naturaleza viva.

Del mismo modo, toda la composición tiene una forma espiral que acentúa la unión de las dos figuras y el sentimiento de liberación del sueño, en el gesto de Psique de abrazar hacia lo alto, a quien viene a despertarla. Las figuras están dispuestas en una posición de tal dificultad que nos producen al mismo tiempo, una complejidad psicológica. A pesar de todo ello toda la escena desprende una gran sensación de ternura, y como si al mismo tiempo se quisiera exaltar la explosión final que estalla en el triunfo del amor, se superpone a todas las concepciones compositivas anteriormente indicadas, generando de esta forma a través de su composición abierta el estallido de su gloria. Es indudable que semejante estudio compositivo multiplica hasta el infinito los puntos de vista de la obra, obligando al espectador a girar en rededor, como ocurría en las obras barrocas, sin poder decidirse desde qué lado la obra resulta más hermosa.

No es éste su único paralelismo con el recuerdo barroco, porque en esta obra, lo mismo que ocurría en Apolo y Dafne de Bernini, está captado también el instante. Es decir, se ha detenido el tiempo, llegando de esta forma a la culminación formal en la representación del movimiento. En este sentido de nuevo es su relación expresiva la que transmite esta sensación, detenida en la mirada eterna de los amantes que como es propio del arrebato amoroso parece prolongarse indefinidamente, así como en la emoción contenida que traslucen y que no es sino la captación del instante que precede a la pasión. Y todo ello completado con un trabajo exquisito del mármol que convierte los cuerpos de los amantes en dos ejemplos excitantes de tierno lirismo y atracción erótica. Véase si no, el cuerpo de Psique, la postura sugerente de sus piernas, la caída seductora de sus paños, la turgencia de sus nalgas, el cuello abierto...

En ésta vemos que todavía hay más influencias del barroco, pero la composición es contradictoria: la diagonal y el escorzo muestran dinamismo, y por otra parte es equilibrada porque la composición es cerrada. Los brazos forman un círculo en el centro que da equilibrio a la composición.

No obstante, las formas son de tipo clásico: formas de líneas puras, claras y contornos precisos, bien acabadas. Canova copia el arte de la antigüedad clásica, y está influencia se ve también en la representación de la figura desnuda: Eros está desnudo y Psique tiene un paño que cubre una parte. El desnudo le permite hacer un estudio de la belleza y ésta se conseguía con proporciones, equilibrios, y formas rítmicas.

Las expresiones corresponden también al mundo clásico. La cara de Eros es serena, dulce al igual que la de Psique. En el cuerpo muestran una tensión que se refleja en los escorzos, en las posturas desequilibradas, y la postura de los brazos. Eros coge a Psique y le toca un pecho, mientras que ésta pasa las manos por la cabeza de Eros remarcando un carácter apasionado y erótico. La sensualidad también se expresa por los cuerpos desnudos y por el tratamiento de las carnes: cuerpos jóvenes.

El pulido de la escultura es escrupuloso; no existe desgaste ni arruga sobre los cuerpos perfectos de los dos adolescentes. Canova elegía el mármol más blanco y, una vez terminada la obra, la afinaba con piedra volcánica y la bañaba en cal y ácido que hacía lucir el mármol como si fuera piel real. La incidencia de la luz sobre ella provocaba un conseguido claroscuro. La luz es de influencia clásica, totalizadora, que da por igual a toda la escultura, dando un efecto plástico. Finalmente, el artista veneciano optó por no policromar sus esculturas, porque los teóricos neoclásicos consideraban, erróneamente que los escultores de la Grecia clásica no lo hacían.

3. Contexto histórico-artístico

La escultura en el tránsito de los siglos XVIII al XIX se aproxima con mayor interés incluso que la arquitectura al mundo clásico. La Antigüedad y las esculturas greco-romanas alcanzan en este momento un periodo de exaltación, lógica si consideramos las numerosas piezas que iban apareciendo en las excavaciones del momento. Por otra parte, hay un deseo, convertido casi en necesidad, de volver a las formas sencillas y sobrias en la escultura, después de las exageraciones formales del barroco, y nada mejor que la estética clásica para reencontrase con esos cánones de armonía, proporción y claridad compositiva. La escultura, por todo ello, desarrolla un estilo basado en la nitidez de líneas, en la pureza de los contornos, y en una limpieza formal a la que también contribuye el mármol, debidamente pulimentado, como material habitual. La claridad compositiva es igualmente otra de sus características, así como su variedad temática en la que no faltan el retrato, las alegorías, la figuración mitológica, los monumentos públicos, los sepulcros funerarios, y ya en mucha menor medida el tema religioso.

Dos grandes autores ocupan principalmente este espacio neoclásico de la escultura, Antonio Canova y Bertel Thorvaldsen, aunque sin olvidar que lo mismo que ocurre en la arquitectura y la pintura, el Neoclasicismo coincide cronológicamente con otras tendencias completamente distintas que también catapultan a la fama a otros autores contemporáneos que no siguen la opción neoclásica, como ocurre por ejemplo con el romántico Rudé.

El autor

Antonio Canova nació en Possagno, (Trevisso, Italia) el 1 de noviembre de 1757. Tras la muerte de su padre, cuando él tenía 3 años, su madre contrajo segundas nupcias dejándolo al cuidado de su abuelo. La familia Canova había sido rica, aunque desafortunadas especulaciones los habían arruinado. Su abuelo se vio en la necesidad de que Antonio aprendiera un oficio siendo joven, con lo cual comenzó a trabajar en una cantera.

Poco tiempo después ya comenzaba a esculpir estatuillas de expresiva gracia. Por recomendación del senador Blaz, dueño de la mansión donde su abuelo trabajaba de jardinero, en 1768, comenzó a estudiar con el escultor Coballa en Venecia. Ahí no le faltaron temas de estudio, ya que todo embelesaba su alma de artista. Cuando tenía 16 años falleció su maestro, aunque ya no necesitaba más enseñanzas. Su protector le confió la ejecución de dos grandes estatuas a tamaño natural. Se trataba de Orfeo y Eurídice. Fue una ardua tarea para un escultor tan joven, pero él no se desanimó y esas estatuas, por el candor y la espontaneidad de su expresión y la armonía de su línea, figuran entre sus grandes obras.

En los años posteriores esculpió numerosos trabajos que expuso en el año 1779. En lugar de envanecerse, decidió esforzarse y perfeccionar aún más su producción. Decidió instalarse en Roma, en 1781 donde el Papa había inaugurado un Museo de Antigüedades. El príncipe Rezzónico y sus dos hermanos, ambos cardenales, le encargaron un monumento funerario destinado a la Basílica de San Pedro, para el Papa Clemente XIII. Durante cuatro años se consagró a esta obra sin descanso. Observando la finura de los detalles, el maravilloso relieve de los encajes que adornan las vestimentas de la estatua de Clemente XIII, se admira en Canova, además de su arte, la "artesanía" que le obligaba a extremar la minuciosidad y la precisión hasta lograr un trabajo perfecto. En ciertas obras suyas, la piedra resucita la mirada de los que ya no existen y hasta su alma parece aflorar en la expresión humana y vívida. En 1792, fue inaugurado el monumento y fue para Antonio, su día de triunfo. Pero su salud estaba muy resentida por el esfuerzo de su trabajo.

Hizo un corto viaje a Venecia y a su regreso a Roma comenzó su trabajo en un monumento para el almirante Ángel Emo, destinado al Palacio ducal de Venecia. El duque Caetani le encargó un grupo representando a Hércules y Lichas, para el que Canova ejecutó un monumento colosal que, a causa de la poderosa musculatura de Hércules, produce una impresión de fuerza que no era la que buscaba el artista.Ya en la cumbre de la celebridad y la fortuna, fue llamado por Napoleón Bonaparte a París, para ejecutar el busto del Gran Corso. Poco después le fue encargado el Mausoleo de Victorio Alfieri. Luego recibió pedidos de distintos soberanos por lo que viajó a Nápoles, Roma, París y Viena. Los amplísimos talleres que tenía no daban abasto para contener sus obras. Canova fue el encargado de reproducir los bustos de otros miembros de la familia Bonaparte, como el de Paulina Borghese bajo el aspecto de Venus victoriosa (Roma, Galería Borghese).

Con la caída de Napoleón, volverá a Italia, conservando todavía su prestigio incuestionable, aunque progresivamente el empuje del Romanticismo y la decadencia neoclásica irán también eclipsando el brillo de su gloria los últimos años de su vida. Tras el destierro de Napoleón a la isla de Santa Elena, Canova fue enviado especialmente a París por el Papa para pedir la devolución de los monumentos quitados a Italia. De regreso a su patria esculpió otras obras notables: Las tres Gracias, el monumento de La Guerra y la Paz, y la estatua de Washington que le había sido encomendada por el Senado de Carolina (Estados Unidos). El 21 de septiembre de 1821 regresó a Possagno, su ciudad natal, con el propósito de reponer su quebrantada salud. Pero no pudo resignarse a la inactividad. Falleció en Venecia, 13 de octubre de 1822.

La época

El Neoclasicismo fue un estilo artístico que se identificó más claramente con los ideales de la Ilustración, sobretodo porque hombres ilustrados criticaron el gusto rococó (exageración del Barroco) al considerarlo un arte sensual y frívolo, expresión de la decadencia moral y vital de la aristocracia. El arte para los ilustrados ha de contribuir a cambiar el mundo, reflejando modelos de conducta, exaltando virtudes como la abnegación, el sacrificio, la nobleza de sentimientos, la fidelidad a las propias ideas. El neoclasicismo conecta con los ideales de la revolución americana y francesa, expresados en las respectivas Declaraciones de derechos del hombre. Por esto, no es de extrañar que sea en la Francia napoleónica y en los EE.UU. de América, donde la arquitectura neoclásica tiene una influencia más importante. Varios arquitectos comprometidos en las empresas napoleónicas para eternizar la gloria terrenal del emperador. Se trata de varios arcos de triunfo que vuelven a poner de moda la vieja costumbre romana. El más importante es el gigantesco de la Estrella, de una solo vano, es el más grande del mundo, obra de Chalgrin.

Durante el siglo XVIII se produjeron una serie de transformaciones sociales de las cuales son máximo exponente las revoluciones americana y francesa, transformación que pondrá fin a toda una concepción del mundo que se ha llamado Antiguo Régimen. Los profundos cambios sociales y económicos (aumento de la demografía, Revolución Industrial) junto con las teorías de la Ilustración dan paso a la sociedad contemporánea.

La segunda mitad del siglo XVIII se considera el momento álgido de la ruptura con la tradición en todos los ámbitos pero sobresaliendo en el político-social y el religioso. El ideal de los ilustrados es una sociedad basada en la razón y en la búsqueda de la felicidad. El texto de la declaración de Independencia de los Estados Unidos resume estas aspiraciones.

En un ambiente de polémica aparecen las primeras reflexiones y se reacciona contra los excesos imaginativos del Barroco y del Rococó y se les censura por estar al servicio del poder y de una sociedad banal e irreflexiva. Se vuelve la vista hacia los temas y tradiciones artísticas del pasado, sobretodo de la antigüedad grecorromana y hay una preocupación por el valor didáctico y moral del arte. En el arte, la época de la Ilustración coincide con la aparición de las tres disciplinas que se dedican a su estudio: la estética, la crítica de arte y la historia del arte. Esto supone la consideración del arte como una realidad con identidad propia y el inicio de la autonomía caracteriza al arte contemporáneo. La difusión de las obras de arte a través de los salones y la formación del gusto del público mediante la crítica son pasos determinados para liberar al artista: el racionalismo ilustrado tiende a considerar la existencia de modelos, generalmente identificados con los de la antigüedad clásica y los del Renacimiento, y por tanto trata de imponer estos modelos como pautas de la actividad del artista. Las Academias serán las instituciones que velarán para que las obras de arte se ajusten a la dignidad, a los cánones de belleza, etc.

El Neoclasicismo es el arte más identificado con la Ilustración y frente a éste, en las primeras décadas del siglo XIX irrumpe el Romanticismo, movimiento que ensalza la libertad creadora y que se relaciona con los ideales de la independencia política que encarnan las revoluciones burguesas y las luchas de liberación nacional.

La escultura Neoclásica se origina en Roma, donde el ideal clásico nunca se había olvidado por completo. Las características básicas hay que buscarlas en las ideas de la Ilustración, que inspiran también el movimiento neoclásico como el intento de librarse de las tradiciones barrocas y en el hecho de que la idea que se tenía en el siglo XVIII de los modelos clásicos se basa en la ignorancia de que tales modelos sólo son en su mayoría copias romanas.

La escultura de este periodo rechaza el efecto pictórico de la barroca y concede todo el protagonismo a la línea pura, la claridad compositiva, así como los conjuntos serenos y sobrios en contra de las sinuosidades barrocas. También se da la escultura de bulto redonda como los relieves son ahora totalmente independientes del marco arquitectónico en contraposición del barroco, que les concedía un lugar en ese marco.

4. Conclusiones

Canova realiza estas obras para la nobleza y la alta burguesía pero también figuró la iglesia y los emperadores. Su obra está influida por las teorías de Winckelmann, historiador y teórico del arte que propugnaba un retorno a los modelos clásicos “redescubiertos” con el hallazgo de las ruinas de Pompeya y Herculano. Éstas revelaron un arte mucho más vivo y libre de lo que hasta aquel momento se había creído, pero el escrupuloso seguimiento de los dictados impuso restrictivas pautas a los artistas neoclásicos, que, sólo en ocasiones, Canova consiguió superar. No obstante, su obra no parte sólo de la imitación del mundo clásico sino que también recoge la influencia de Bernini que es el escultor más importante del barroco, donde algunas de sus obras están cercanas al romanticismo. En sus primeras obras, el barroquismo es evidente, sobretodo en los monumentos funerarios de composición piramidal.

Representa, sin embargo, en el campo de la escultura el modelo neoclásico por excelencia. Sus obras son de una evidente inspiración clásica, de tallas finas y pulidos exquisitos en el mármol, de disposiciones estables y cánones siempre armoniosos. Resumen todo ello de lo que era considerado por sus seguidores el ideal de belleza. Pero Canova no conoce el arte griego, pues no pudo ver los mármoles del panteón hasta 1815. Su fuente de inspiración fueron los museos. Su sentido se depura bajo la influencia de Mengs y Winckelmann, y donde antes se libera del mismo es en las obras de tema mitológico dejándonos sus mejores obras en este género: dos interpretaciones de Eros y Psique. Como escultor neoclásico se caracterizó por la plasmación de un ideal de belleza; el interés excepcional por la figura humana; la búsqueda de una perfección carente de regularidades; la elegancia de la línea (que rehuía las sinuosidades del Barroco); la preocupación por una textura suave; la claridad compositiva; la eliminación del exceso; y la utilización de materiales nobles (mármol y bronce). Canova se recrea en el conocimiento de los clásicos, vuelve sin complejos su vista hacia las composiciones griegas y romanas, hacia sus técnicas nunca superadas y hacia sus motivos, sus fuentes y sus misterios mitológicos. Es el retorno hacia la perfección de formas, el gusto por el desnudo y la recuperación de la delicadeza en el cincelado de las superficies.

Eros y Psique destaca por su serena idealización, que elimina cualquier atisbo de espontaneidad, y por el hermetismo de sus facciones, que evita reflejar su psicología o personalidad para incidir únicamente en la plasmación de los sentimientos del amor y deseo carnal. Pero no fue el único artista que se inspiró en esta fábula mítica. En el Museo del Louvre, junto al grupo escultórico del italiano Antonio Canova hay otro de Gerard con el mismo título; en el Museo Británico, un bajorrelieve antiguo: “Bodas de Amor y Psiquis” de Rafael, una composición titulada: “El pueblo a los pies de Psiquis”, y un fresco: “Bodas de Psiquis”; un cuadro de Picot: “El Amor abandonando a Psiquis”; de Thorwaldsen: “El Amor reanimando a Psiquis”, y otras esculturas, piedras, camafeos y pinturas.

5. Fuentes

Webgrafía

    Bibliografía

    • Llacay Pintat, T. y otros: Arterama. Historia del Arte, Vicens Vives, Barcelona, 2003, pp. 280-281.

    domingo, 9 de marzo de 2008

    Zurbarán: San Hugo en el refectorio

    PRESENTACIÓN

    Se trata de la obra titulada "San Hugo en el refectorio de los Cartujos", pintada por Francisco de Zurbarán; es un óleo sobre lienzo, de estilo barroco, y tiene de una longitud de 268 cm. y una anchura de 318 cm. Estuvo emplazado originalmente en la Sacristía del Monasterio de la Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), pero actualmente, se encuentra expuesto en el Museo de Bellas Artes de la misma ciudad.

    ANÁLISIS FORMAL

    Contenido e interpretación simbólica

    En 1596 aparece en Valencia un libro cuyo título es el que sigue: Vida del Seráfico Padre San Bruno. Patriarca de la Cartuja. Con el origen y principio y costumbres de esta Sagrada Religión. Su autor era un fraile de la Cartuja valenciana de Portaceli, llamado Fray Juan de Madariaga. En su segunda parte, al describirnos razonadamente la regla de su Orden, dedica Fray Juan el capítulo 9 (con doce apartados y nada menos que treinta y siete páginas) al estudio del origen y los beneficios de la abstinencia perpetua de carne «tan celebrada en esta Orden». En el apartado séptimo, el buen cartujo nos dice: «Cuando nuestros primeros padres entraron en el desierto de Cartuja, vestían y comían lo que les daba de limosna el Santo Obispo Hugo [...]. Un domingo de Quincuagésima les mandó proveer de una poca de carne para las carnestolendas. En acabando de celebrar el oficio divino [...] ya que estaban en el refectorio para comer [...] dijo San Bruno a sus discípulos: Por cierto, carísimos, que vivimos engañados con tanto regalo. Hemos salido al desierto para hacer penitencia, como San Pablo, San Antonio y otros santos padres. ¿Por ventura ellos comían carne? Los otros le respondieron: ¿Mas por ventura somos nosotros mejores que los Apóstoles a los cuales mandó el Señor que comieran lo que les fuese puesto delante? San Bruno y dos de los compañeros defendían la abstinencia [...] y así estuvieron disputando [...]. En esto permitió Dios [...] que se adurmiesen con tan profundo y largo sueño que les duró toda la Cuaresma [...].San Hugo va a pasar a la Cartuja para celebrar con los monjes el Jueves Santo. Envía a un paje por delante. Era miércoles y el paje encuentra a Bruno y sus monjes dormidos y sobre la mesa la carne. Hugo al conocer la noticia no lo cree y vuelve a enviar a dos pajes más que le confirman lo que ya sabe. Se dirige personalmente al convento escandalizándose al ver la carne sobre la mesa, siendo Miércoles Santo. En esto despertaron aquellos santos monjes [...]. Dijo el Obispo a San Bruno: Padre, ¿qué día es hoy? Respondió: Domingo de Quincuagésima». El Obispo al tocar la carne vio cómo se convertía en polvo: «Ponderando nuestros padres aquestas maravillas propusieron de jamás comer carne, entendiendo ser aquella voluntad de Dios».

    En algún lugar de Francia hacia el año 1083 de la era cristiana, un joven llamado Bruno, de rica familia, había decidido abandonar los placeres del mundo y ordenarse sacerdote. Pero no contento con ello, busca una mayor entrega a Dios, basada en el silencio absoluto, la pobreza, el trabajo, la meditación y la oración frecuente. De este modo, se retira con seis compañeros más a un apartado bosque y allí, en el lugar denominado Chartreuse, cerca de Grenoble, fundaron un paqueño monasterio. Los cartujos no comían carne, lo que les estába prohibido y mantienían largos ayunos; tienían también que permanecer en silencio. La escena del cuadro cuenta el milagro acontecido a San Bruno y a los seis primeros monjes de la Orden. La pequeña comunidad se reune cotidianamente para elaborar las reglas que habrán de regirla. Mientras tanto, los monjes son matenidos por Hugo, el obispo de la ciudad de Grenoble, que les remite provisiones para su sustento. Un día, al comienzo de la Cuaresma, les envía carne y los siete monjes, reunidos en el refectorio, inician un largo debate sobre si una vida dedicada a Dios debe incluir la ingesta de carne o es mejor practicar la abstinencia. En medio de la discusión, los siete frailes caen en éxtasis y quedan sumidos en un profundo sueño durante cuarenta días, el tiempo que dura la Cuaresma. Cuarenta y cinco días más tarde, San Hugo, les hizo saber, por medio de un mensajero, que iba a ir a visitarles. San Hugo había estado de viaje y regresó el miércoles santo y fue a visitar a los cartujos. Cuando llegó se estaban despertando y pudo ver que no tenían noción del tiempo que había pasado. En el mismo momento la carne que estaba en los platos se convirtió en cenizas. Interpretaron entonces este hecho como un mensaje divino que aprobaba la abstinencia absoluta de carne por parte de los monjes, y por la que debían intensificar aún más una vida basada en la mortificación y la austeridad. Y, al mismo tiempo, se reafirma en la necesidad del silencio.

    Cronología

    El conjunto zurbaranesco de la Cartuja ha sido objeto de una larga discusión entre los especialistas en torno a su cronología. Para unos, los lienzos pecan de rígidos y de una cierta torpeza en la composición; son, dicen, demasiado «góticos» y, lógicamente debían situarse en la primera etapa de la producción pictórica del artista, en torno a 1629. Pero, en 1950-54 apareció la Historia de la Cartuja de Baltasar Cuartero, en la que recoge un Protocolo de 1749, conservado en la Real Academia de la Historia, en el que su autor -el P. Rincón- afirma que el prior de las Cuevas construyó la cúpula de la Sacristía y los adornos de yesería, que realizó Duque Cornejo. «Para los tres lienzos hizo venir al célebre Zurbarán que esmeró en ellos la valentía de su dibujo y la ternura de pincel y colorido [...]». El prior era don Blas Domínguez, que ejerció su cargo en dos ocasiones: entre 1644-48, la primera, y entre 1652-57, la segunda. Entre estos años, pues, hay que localizar la cronología del óleo, y no en la primera época de la vida artística de Zurbarán.

    Elementos plásticos y composición

    Cuando Zurbarán llegó a Sevillla en 1629, el gremio de pintores, encabezado por Alonso Cano, le exigió pasar el examen necesario para poder ejercer. Sin embargo, la protección del cabildo sevillano le eximió de realizarlo. Su estilo, relacionado con el Naturalismo tenebrista y un tratamiento del tema acorde con los postulados contrarreformistas, que pedían escenas fácilmente comprensibles para los fieles, le garantizaron el éxito en la ciudad. Zurbarán trabajó mucho para conventos y ordenes religiosas. Se dice de él que es uno de los mejores intérpretes de la vida monástica.

    Entre 1630 y 1635 realizó una serie de obras para Nuestra Señora de las Cuevas, en Triana, un barrio de Sevilla, entre las cuales San Hugo en el refectorio de los cartujos. Los Cartujos, son los miembros de la Orden Cartujana, la cual fue fundada por el propio San Bruno. San Hugo en el refectorio pertenecía a una serie monástica, un encargo propio del Barroco sevillano. Este lienzo formaba, con los de la Virgen de la Misericordia y San Bruno y el Papa Urbano II, un programa que los cartujos sevillanos de las Cuevas encargaron a Zurbarán para la Sacristía de su Iglesia.

    Largo ha sido quizás el relato, pero necesario, ya que sin conocer el tema este lienzo es sobremanera enigmático; enigma que Zurbarán acentúa con una composición muy geométrica en tres planos: en el primero, San Hugo y el paje; en el segundo, el almuerzo (jarras, escudillas, panes y cuchillos; y, en el tercero, San Bruno, en el centro, y el resto de monjes fundados de la Orden, saliendo de su ensueño, cabizbajos y sin prestar la más mínima atención a los recién llegados. Sobre la pared un cuadro -más parece una ventana abierta al cielo-: María con el niño y San Juan Bautista. Nos recuerda que los dos son los grandes protectores de la Orden. Su lectura, siguiendo a Madariaga, es clara: después de la abstinencia, el silencio es la otra gran costumbre de la Orden. Abstinencia y ayuno, contemplación y oración, son las virtudes que deben adornar al cartujo. Y, sobre todo, el amor a la Virgen, «Señora Potentísima, Madre de Dios, Abogada Nuestra y especial Conservadora de esta honestísima Orden», de quien los cartujos recibieron la devoción al Santo Rosario.

    En este cuadro se nota otra vez que el pintor acierta más en pintar retratos que en dar cuenta de la perspectiva. Sin embargo, se puede apreciar que dominaba bien el color blanco al que podía dar hasta cién matices distintos. En esta composición Zurbarán nos sitúa frente a una vasta naturaleza muerta. Las verticales de los cuerpos de los cartujos, de San Hugo y del paje están cortados por una mesa en forma de L, cubierta con un mantel que casi llega hasta al suelo; el paje está en el centro; el cuerpo encorvado del obispo, situado detrás de la mesa, a la derecha, y el ángulo que forma la L de la misma, evitan ese sentimiento de rigidez que podría derivarse de la propia austeridad de la composición. Delante de cada cartujo están dispuestas las escudillas de barro que contienen la comida y unos trozos de pan. Dos jarras de barro, un tazón boca abajo y unos cuchillos abandonados, ayudan a romper una disposición que podría resultar monótona si no estuviera suavizada por el hecho de que los objetos presentan diversas distancias en relación al borde de la mesa. Se trata de las famosas cerámicas blancas y azules de Talavera, con los escudos del obispo y la Orden. La composición tiene vida: son personas reales las que se plasman en el cuadro, no unos ángeles geométricos. La estancia es muy austera; sólo el cuadro con la Virgen, el Niño y San Juan Bautista decora la pared del fondo; la abertura de un arco en uno de los lados deja ver la sencilla iglesia cartuja.

    Hay que señalar que la rigidez y envaramiento que parecen afectar a los monjes no es signo de torpeza del pintor, sino algo conscientemente buscado. Zurbarán tenía que transmitir en los rostros de los cartujos todos los signos de su vida de penitencia; así, demacrados por el ayuno, absortos, como corresponde a su larga meditación, los monjes son un vivo emblema de la dura vida de la Cartuja.

    Las figuras, estáticas, tiene un marcado modelado -que nada tiene que ver con las formas planas de las primera obras de Zurbarán -y están realizadas en colores luminosos y un preciso dibujo que les confiere perfiles netos. Como dijo Lafuente Ferrari, destaca la pintura de Zurbarán por «la solidez de sus formas, la seguridad sin inquietud de su mundo y la paz profunda de su sociedad de santos y frailes en la que el milagro florece sin asombro, como fruto maduro de la oración y de la fe». Mundo que Zurbarán sabe plasmar con una paleta de blancos y grises, de azules transparentes, ocres y malvas; sólo animada por los colores vivos de las túnicas de la Virgen y San Juan. Y sobre la mesa esas inolvidables naturalezas muertas del maestro, ordenadas en un friso que, paralelo al que forman los monjes, acentúan el mensaje tan bien expresado del ayuno y penitencia cartujos.

    CONTEXTO HISTÓRICO-ARTÍSTICO

    El autor y su obra

    Sevilla se va a constituir a lo largo del XVII en principal foco pictórico de la época, alumbrando durante el primer tercio del siglo a tres de las figuras más importantes del Barroco español, junto con Velázquez: Zurbarán, Alonso Cano y Murillo. De todos ellos, será el extremeño Francisco de Zurbarán el primero en iniciar esta nueva andadura, siendo recordado a día de hoy principalmente como el "pintor de los monjes" por sus cuadros religiosos y escenas de la vida monástica en la época del Barroco y la Contrarreforma. Su estilo, adscrito a la corriente tenebrista por el uso que hace de los contrastes de luz y sombras, se caracteriza básicamente por la sencillez compositiva, el realismo, el rigor en la concepción, exquisitez y ternura en los detalles, formas amplias y plenitud en los volúmenes, monumentalidad en las figuras y apasionamiento en los rostros, tremendamente realistas. Zurbarán se hace grande en el retrato y en la sencilla representación de la realidad, encontrándose sin embargo en apuros cuando tenga que lidiar con perspectivas y composiciones, que procurará siempre que sean simples. Así, es posible observar en sus pinturas seriadas toda una galería individualizada de rostros y expresiones, pertenecientes a, en ocasiones, figuras monolíticas de perfiles casi geométricos que se recortan contra fondos poco elaborados pero que destacan por la luz que las envuelve, realzando ese característico blanco empleado por este artífice en los hábitos.

    Francisco de Zurbarán nace el 7 de noviembre de 1598 en el pueblo de Fuente de Cantos (al sur de la provincia de Badajoz). Es hijo de un comerciante vasco afincado y casado en Extremadura, que le enviará antes de cumplir veinte años a Sevilla, a estudiar con el pintor Pedro Díaz de Villanueva, pintor de imágenes piadosas. Una vez completado su aprendizaje, que no durará mucho, Zurbarán regresará a su Extremadura natal, a la localidad de Llerena, donde contrae matrimonio por dos veces y donde reside durante más de diez años realizando trabajos para diversos conventos de Extremadura y Sevilla; allí estuvo hasta la fecha de 1626 en que es reclamado a Sevilla para llevar a cabo la ejecución de un importante encargo, instalándose en la ciudad durante los siguientes 30 años.

    La orden de los Dominicos deseaba una serie de cuadros acerca de la vida monástica para su Convento de San Pablo, convirtiéndose la buena realización de los mismos en el detonante para la consecución de otro encargo más, proveniente en este caso del convento de la Merced en 1628, transmitiendo el Ayuntamiento de Sevilla al pintor, un año más tarde, su deseo de que se instalara de forma definitiva en la ciudad, siendo aceptada la propuesta por éste.

    Lo cierto es que Zurbarán gozó de fama en su época, algo que propició que nunca le faltaran los encargos, en mayor o menor medida, los cuales se sucedieron a lo largo de los años en forma de peticiones de grandes series pictóricas por parte de diversas órdenes religiosas (Jerónimos, Cartujos…), aunque también llegará a enfrentarse al tema mitológico durante la breve estancia que pase en Madrid entre 1634 y 1635, participando en la decoración del Palacio del Buen Retiro -con el encargo de pintar la serie mitológica de Los trabajos de Hércules (Museo del Prado, Madrid) y dos cuadros de batallas-, no saliendo demasiado airoso de esta prueba, y al género del bodegón, del que se revelará maestro. abandona Sevilla por primera vez para desplazarse a Madrid

    La década de 1640 es la más fructífera de su obra, realizando varias pinturas para el monarca Felipe IV, por lo que firma alguna vez pintor del Rey. En la siguiente, en cambio, inicia su declive, pues no recibe tantos encargos como en épocas anteriores (tal vez por la competencia que empieza a hacerle Murillo), aunque continúa pintando excelentes obras. Hacia la mitad de su vida la desgracia le alcanzó en la forma de la defunción de su segunda esposa (tras lo que se volvió a casar), una disminución de trabajo y el sufrimiento de la peste de 1649, que se llevará a uno de sus hijos, Juan el pintor. Además, con el paso de los años Francisco habrá de ser testigo de cómo el nuevo estilo de un cada vez más apreciado Murillo se va imponiendo poco a poco, en detrimento de su propia elección.En 1658 viaja por segunda vez a Madrid, donde reside definitivamente, aunque con dificultades económicas, hasta su muerte, el 27 de agosto de 1664, sumido en una gran pobreza. Las obras de Caravaggio, José Ribera y Diego Velázquez ejercen una clara influencia en Zurbarán. Al final de su carrera artística también le influyó el estilo más tierno y vaporoso de Bartolomé Esteban Murillo. Su primera obra conocida, pintada cuando tenía 18 años de edad, es la Inmaculada Concepción (1616, Colección Valdés, Bilbao). Obra de juventud es también un Cristo crucificado (1626-1630, Museo de Bellas Artes de Sevilla), tema que repetirá en numerosas ocasiones a lo largo de su carrera.

    Finalmente decidirá partir de nuevo a Madrid a la vera de su amigo Velázquez, instalándose de forma definitiva hasta su muerte en esta ciudad, casi una década después y rodeado de estrecheces económicas, en el año de 1664.

    Zurbarán, como ya se ha señalado, va a representar con una gran claridad la religiosidad que impregnará la vida española del siglo XVII (es ésta la época de la Contrarreforma y las órdenes religiosas habrán de salir beneficiadas de dicha circunstancia, adquiriendo un mayor relieve), componiéndose la mayor parte de su obra de series dedicadas a mostrar la vida monástica: San Hugo en el refectorio, La misa de fray Pedro de Cabañuelas, El adiós de fray Juan de Carrión a sus hermanos, etc. La Cartuja de Jerez, San Pablo el Real, el Monasterio de los Jerónimos de Guadalupe o la Merced de Sevilla fueron algunos de los sitios para los que llevó a cabo sus principales series.

    Su obra adeuda los contrastes tenebristas de Ribera, protagonizados por una tendencia naturalista típica de la época, algo que se aprecia excepcionalmente bien en sus sencillas y táctiles naturalezas muertas (en la actualidad Zurbarán ha sido redescubierto como bodegonista). Sin embargo, lo más característico de este pintor son sus representaciones de religiosos y santas, a las que viste a la manera de la época, desplegando todas sus cualidades como retratista y ejerciendo un dominio absoluto en rostros y telas (a pesar de la aparente sencillez de su pintura, Zurbarán disfruta con la suntuosidad de las telas).

    Uno de sus mejores cuadros, La visión de San Pedro Nolasco (1628), procedente del sevillano Convento de la Merced, ejemplifica a la perfección el lenguaje de este pintor, de una sencillez a la búsqueda de la realidad concreta de las cosas. Formas dibujadas, distintos tonos de blanco, contrastes entre sombras y luces, cabezas expresivas…en un marco muy sencillo que acoge la representación de un milagro protagonizado por el fundador de la orden. A esta misma serie pertenece también uno de sus cuadros más perturbadores, la Aparición de San Pedro Apóstol a San Pedro Nolasco, donde el santo aparece representado en una violenta posición en escorzo, boca abajo y envuelto por un halo de luz anaranjada.

    Hacia 1630 tuvo lugar el reconocimiento fulgurante de la pintura de Zurbarán en Sevilla, donde conquistó el beneplácito de los conventos y el público, hasta el puesto de ser considerado el maestro de la ciudad. En los años finales de la esta década, realiza el ciclo de pinturas del Monasterio de Guadalupe (1638-1645), únicas piezas que se conservan en el lugar de origen, en el que retrata en diversos lienzos la vida de san Jerónimo y las principales figuras de su orden monástica, como Fray Gonzalo de Illescas, y la serie para la Cartuja de Jerez (1633-1639), cuyas historias evangélicas del retablo se encuentran en el Museo de Grenoble, pero en las que los más valiosos son los cuadros de santos cartujos en oración, como el Beato Juan de Hougton del Museo de Cádiz. Junto a estos encargos realiza obras más mundanas, por la riqueza de sus vestiduras, en las que representa a santos. Santa Casilda (en el Museo del Prado) y Santa Margarita (National Gallery de Londres) son las obras más destacadas en esta línea.

    Destacable asimismo es su representación de Santa Catalina (1640), una de las obras más hermosas de este artista, en la que efectúa un espléndido ejercicio de maestría en la ejecución de los paños, las pinturas de vírgenes niñas, caso de La Virgen niña durmiendo (1635), su temprano Cristo en la Cruz, que tanta fama le dará, o el San Serapio ejecutado para la Merced.Otros temas de la obra de Zurbarán, aparte los meramente religiosos, son los retratos (Conde de Torrelaguna, en el Museo de Berlín), históricos (Socorro de Cádiz, Museo del Prado) y sobre todo los bodegones. Aunque son pocos los que conocemos, en ellos muestra claramente su estilo, sencillez en la composición —objetos puestos en fila—, tenebrismo conseguido con fondos muy oscuros, gran sentido del volumen en las formas y una gran naturalidad. Destacan los bodegones del Museo de Cleveland y del Museo del Prado (Bodegón).

    Fue a partir de 1645 cuando su influencia empezó a declinar; la belleza amable de la pintura de Murillo comenzaba a llevarse los encargos más importantes de la ciudad. La disminución de la clientela le llevó a centrarse en la realización de pinturas para la exportación a América -especialmente a México-, donde su estilo ejerció una intensa influencia. El tenebrismo característico de Zurbarán se inspira en la obra de Caravaggio y de Ribera. A través de Velázquez pudo conocer las colecciones reales; así, el estudio de los pintores venecianos y flamencos y el estilo innovador del autor de Las Meninas le encaminaron a un mejor tratamiento de los efectos atmosféricos y a una interrelación más fluida de las figuras. Al final de su carrera artística experimentó un uso más vaporoso del color y una pincelada más suelta, siguiendo las pautas marcadas por Murillo.

    Una de las aportaciones más importantes de Zurbarán a la pintura española es la de reflejar los ambientes y la vida monástica como nadie lo había hecho anteriormente. Los fueron los principales comitentes de su obra, hecho que condicionó su pintura, pues eran una clientela poderosa pero conservadora y sus encargos se ceñían a modelos preestablecidos que primaban, más que la habilidad técnica, la corrección religiosa y la ortodoxia de los temás. Quizá éste se el principal motivo de que sus composiciones sean poco elaboradas.

    La época

    A diferencia de lo que ocurre con la imaginería, que se centra en la tradición nacional e ignora lo exterior, los pintores españoles de la época se mostraron muy interesados por los modelos foráneos, en la iluminación, en el color y en la técnica. Las influencias principales vienen de Italia y de Flandes, cuyas novedades van a ser conocidas puntualmente mediante tres vías: desplazamientos de pintores españoles a Italia, emigración de artistas italianos y flamencos a España, y la compra de cuadros en el mercado del arte. En primer lugar, la Casa de Austria venía reuniendo una riquísima colección de pintura, por lo que grandes lotes de cuadros llegaban a la Corte para incorporarse a ella. Así, los pintores, al visitar el Alcázar Real o el Escorial se ponían al día en lo referente a las tendencias pictóricas sin necesidad de salir de España. Los nobles emulan a la Corona y, cuando marchan a Italia o Flandes como virreyes, gobernadores o embajadores, encargan lienzos a los maestros locales que luego remiten a sus palacios o fundaciones conventuales. Por su parte, los mercaderes de Génova y Amberes introducen por el puerto sevillano cuadros que son adquiridos por galeristas particulares y mazos de estampas grabadas, donde los pintores encontraron fuente de inspiración para sus composiciones.

    En España la Iglesia sigue siendo el principal cliente. Dentro de los géneros religiosos, destacan las monumentales series monásticas que encargan las órdenes religiosas para decorar sus claustros, iglesias y sacristías. Otro género que continúa en alza es el retablo de casillero, con cajas para albergar lienzos que representan la vida de Cristo, la Virgen o los santos. Además, en las capillas laterales de los templos surge "el gran cuadro de altar", que ocupa todo el testero. En los oratorios privados y en las viviendas domésticas triunfa el cuadro piadoso con la imagen del santo titular del propietario o la advocación de sus afectos.

    Dos corrientes van a imponerse en el llamado "Siglo de Oro" de la pintura española, que vienen a coincidir con las dos mitades de la centuria. En la primera mitad del siglo XVII la moda viene marcada por el naturalismo tenebrista; los pintores imitan a Caravaggio, copiando modelos del natural e iluminándolos con fuertes contrastes claroscuros; a ésta podemos adscribir a José Ribera, el Spañoleto, y a Francisco de Zurbarán, del que acabamos de comentar una de sus obras. Hacia 1650 el rumbo cambia y se impone lo que los críticos han llamado realismo barroco; es éste una fusión entre el rico colorido y las composiciones flamencas (Rubens), que se mezcla con la pincelada suelta, de técnica preimpresionista, que impuso Tiziano en su vejez, y con los fulgurantes contraluces venecianos, que serán utilizadísimos en los "rompimientos de gloria" de la pintura devota. Más próximos a la segunda tendencia pictórica se encuentran Diego de Silva Velázquez y Bartolomé Estebán Murillo.

    FUENTES


    Webgrafía
    Bibliografía
    • Armeso Sánchez, J. y otros: Historia del Arte. Comentario de obras maestras (1), Port Royal, Granada, 2002, pp. 267-270.
    • Llacay Pintat, T. y otros: Arterama. Historia del Arte, Vicens Vives, Barcelona, 2003, pp. 256-257.